lunes, 9 de mayo de 2011

Ornella (Cap 6)


No me sentí expresamente alagada por las palabras del anciano, en realidad, fue un nuevo peso lo que percibí en mis espaldas. Aquel lenguaje críptico, lleno de simbologías tan propias de esos seres, comenzaba a ponerme ligeramente nerviosa.
En medio de mis cavilaciones, un lujosísimo coche blanco se detuvo a escasos metros de nosotros. Su interior era tan grande que siete personas, de generosas dimensiones,  podían viajar cómodamente. Un tanto teatral, Exvet se descubrió la cabeza y señaló a los asientos del vehículo.
_”Sigamos este encuentro en mi humilde hogar, Arcángel Ubel, tened la bondad de recibir, junto a los nuevos amigos, los dones de mi especial afecto, la noche es aún muy joven y no podremos hacer gran cosa hasta pasada la hora cero”
Al entrar, llamó la atención el olor a nuevo y el grosor de las puertas y los cristales. Estábamos en un coche blindado.
Al volante iba una callada joven de pelo rubio, sabiamente peinado, acentuando un rostro de facciones nórdicas en una piel que recordaba el alabastro.
Algo notó Ubel en mí, que comenzó a decirme, telepáticamente, palabras de calma. Yo le miraba, inquieta, preocupada por la entrada de aquellos nuevos personajes en nuestras vidas mientras el coche zigzagueaba de carril en carril guiado por manos expertas en medio del tráfico de la ciudad camino de las urbanizaciones más exclusivas de Barcelona.
El ángel me pedía paz y confianza “No, si yo la tengo, pero es que todo me resulta muy extraño” decía desde mis pensamientos y él devolvía, desde la luz de sus corazones, el mismo mensaje al mío “Confianza y paz” “Confianza y paz” “Estás en buenas manos” “Somos amigos” Entonces, alargó un brazo desde su asiento para que yo le cogiera la mano y así lo hice, su tacto aligeró mis cargas y calmó las inquietudes, incluyendo también cierta envidia hacia José, que parecía tomarse todo aquello de la manera más natural del mundo.
Aquel vehículo, más propio de un filme de Holywood, se detuvo ante la negra verja de un chalet situado en una colina desde la que la capital catalana se veía cual mantel de luces desplegado sobre un pequeño valle.
Un discreto mecanismo la plegó sobre si misma dejandonos paso libre hasta el arco de cristal de un porche de sólida madera clara al final de un camino de grava bordeado de cesped.
La misteriosa rubia bajó al instante y abrió a la vez la puerta de Exvet y la nuestra. Me di cuenta que era  extraordinariamente bella, no tan alta como Ubel o el mismo Exvet y, sin embargo, lo suficiente como para destacar por su atlética constitución y la magnífica sincronía de los armoniosos movimientos de un cuerpo enfundado en un juego de oscura chaqueta corta de fino cuero y pantalones negros, camiseta y botas de piel de igual color. José llamó mi atención con un gesto que pedía seguir la dirección a su mirada y al obedecerle vi sobresalir la culata de una pistola automática colocada en la espalda, a la altura de la cintura que, tras un rápido movimiento de brazos, desapareció mientras recobraba la compostura de su atuendo.
Exvet señaló la puerta de entrada diciendo
_”Bienvenidos a mi morada que, a partir de esta noche, es también la vuestra”
Agradecimos el cumplido y las formalidades sin imaginar que estábamos entrando en la que sería, verdaderamente, nuestra casa en un futuro relativamente cercano.
Una vez llegados al amplio salón de geométrico espacio, dividido en dos grandes zonas reguladas por la presencia de una enorme chimenea  piramidal que dominaba el centro, nos acomodamos en los brazos de un sofá orientado hacia un ventanal que cubría de punta a punta la sección de la casa desde la cual se veía gran parte de la ciudad y el tráfico del puerto a centenares de metros debajo de nosotros.
Ubel, con la confianza de quien ha estado antes muchas veces, quedó contemplando un Picasso original y dos Miró de valor incalculable que daban vida a la segunda zona dedicada a la gran mesa oval de los comensales.
Exvet entregó su abrigo a la joven de negro y pidió disculpas por no haber dejado las estufas encendidas pues no esperaba visita aquella noche hasta que Ubel le pidió acudir con urgencia a Montjuïc.
La chica dejó en algún sitio el abrigo del Trooper y se unió, tan silenciosa como la conocimos, a nosotros.
Regresó el anciano de manipular los controles de la calefacción y, señalando a la joven, dijo.
_”Amigos, hermanos míos, vuestra presencia honra esta casa, permitidme presentaros, a la señorita Ornella Bianchi, mi asistente.”
Nos incorporamos para saludarle y ella estrechó, sin mucha cordialidad pero si bastante corrección, nuestras manos, nada de besitos ni abrazos, solamente el toque breve e informal entre desconocidos.
_”Es un Trooper de última generación, su nombre real es Moo, aunque prefiere que se dirijan a ella por su actual identificación humana”_ explicó el viejo ángel con una muy sutil retranca.
_”Ornella”_continuó Exvet_ “Él es José, su ficha es una de las que has estudiado antes, a partir de hoy forma parte de la familia y estará dentro de tu área operativa. José es, nada más ni nada menos que, el esposo de la Guardiana de la Memoria.”
Ornella se acercó a mi marido, le escaneó con el gris de sus enormes ojos y dijo.
_”Miwa, akaturanay, ébbo, dum orilaé” _ (Dicen que tienes don de lenguas) _ en dialecto Kaíris, el de los ángeles australes. José se sintió sometido a prueba y respondió _”¿Dum orilaé? Jái, muchka miwa” (¿Don de lenguas? Si, eso dicen) y ella se tocó el pecho e inclinó la cabeza en señal de aceptación y, a partir de ese momento y no siendo consciente de estarlo haciendo, José estaba firmando una alianza con una Trooper de combate que estaría dispuesta a sacrificar su vida por cubrirle las espaldas hasta el fin de sus días.
_”Y ella”_ dijo Exvet señalándome_”Es la Guardiana”.
En el segundo siguiente, en el parpadeo del tiempo en que dos pupilas se cruzan, comprendí las razones de aquella frialdad inicial entre Ornella y yo. Ella amaba a Exvet, le amaba como sólo los ángeles pueden amar, con los sentidos puestos en cada una de las dimensiones que habitan y cada átomo de su eterea naturaleza; tal revelación dislocó muchos conceptos que poseía sobre ellos y conectó una luz de alerta en mis pensamientos ante la complejidad de aquel mundo en el que nos habíamos metido, pues mi presencia significaba también la esperada señal que precedía la muerte del cuerpo físico de aquel anciano ángel.
Ella me saludo con todo el protocolo angélico y yo reciproqué envolviéndola en mi burbuja energética de amor, tolerancia, confianza, fe, y paz, ya que lo que menos deseaba era tener de enemiga, sea la razón que fuere, a una joven ángel con pistola en la cintura.
Exvet no dijo nada mientras observaba la pequeña ceremonia, ella le preguntó quién era la otra chica que había subido al coche. El anciano arqueó las cejas.
_”Ornella, ¿de veras que no le conocéis?”
_”No, señor”
_”¿Seguro?”_ preguntó Ubel acercándose felina y delicada_”¿Seguro?”_ repitió a dos palmos del rostro de la Trooper. Entonces el arcángel le besó en la frente y el rostro de Ornella se transformó en la más pura máscara del asombro.
_”Perdón Ubel arcángel, no le había detectado bajo esa identidad”_ e hincó una rodilla en la alfombra mientras dirigía la vista hacia el suelo_  “Le pido mil disculpas, Maestro”
Amorosa, la morena sacó de su postura a la rubia, le dio un abrazo de oso de imposible resistencia y vimos deshacerse de emoción a la asistenta de Exvet bajo la extraña fuerza que emanaba de aquel contacto. La cabeza se hundió entre el cuello y el hombro de Ubel mientras los brazos rodeaban la cintura de su Maestro. Entonces comenzó, cual mujer transformada en niña pequeña, a sollozar. Sentí algo incómodo a Exvet por la escena que ocurría en medio del salón de la casa, aunque mantuvo el tipo todo el tiempo en un fingido papel de hombre inesperadamente ocupado. ¿Quién dijo que los ángeles no lloran? Lloran, como todo el mundo, lloran por amor. Por el amor que llega, pero sobre todo, por el amor que se va.
Ubel la depositó suavemente a mi lado, en el sofá. Y allí quedó la durísima Ornella, hecha un manojo de lágrimas, con la ropa fuera de sitio, despeinada, rimel por los cachetes, nariz y orejas coloradas, buscando en su bolso un paquete de servilletas para sus angelicales mocos bajo la suave voz de Ubel que le decía _ “Mélek, mélek, hejj múu, dum dáa” (Llora, llora, saca todas tus penas).
Y yo sin saber qué hacer, bueno, se que soy experta en infusiones capaces de calmar un Miura cabreado pero, es que ella es un ángel ¿Cómo se calma a un ángel? Sobre todo un ángel herido de amor, para ellos, el arma de doble filo más letal del Universo.
No se me ocurrió otra cosa que abrazarla. Me miró desde el fondo de su oleaje y nos fundimos en otro abrazo al que se unió José hasta que ella calmó la tormenta de su pecho, tragó en seco, se puso en pié, pasó la servilleta por los cachetes, emparejando así los dibujos surrealistas del corrido maquillaje, se alisó el pelo con los dedos, resopló, se ajustó el arma, y cerró un par de botones de la chaqueta con aires de quien baja la verja metálica de un bar al final de la jornada pero, ya era otra la actitud hacia nosotros, sus pupilas habían derretido la escarcha del inicio y una llamita, humilde y discreta se abrió paso a través del aire de aquella casa empotrada en una cornisa, entre el cielo de la noche y las luces doradas bajo el smog de Barcelona.    
          
 

      

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