lunes, 25 de julio de 2011

Uniendo orillas (Cap 20)

“Pero rápidamente recuperó el sentido práctico que le convertiría en un ser legendario. Identificó como parientes a las especies vegetales que poblaban la gran selva y comprendió que el concepto de soledad era, en el fondo, más una trampa subjetiva de la mente, que autentica realidad circundante. Sin embargo, al ocupar los humanos un lugar especial en aquel escenario, creyó que su  cercana presencia podría ser de gran utilidad.
Se puso manos a la obra con otro espíritu y una pizca de melancólica alegría. Reinició todo el sistema de localización ajustándolo a las coordenadas del aterrizaje y alineó la frecuencia de la señal de socorro con las fases de la luna para que ésta sirviera de antena repetidora, evitando así que las interferencias geomagnéticas del lugar afectaran la pureza del envío. Aisló una pequeña porción de sus raíces y la expuso al aire del atardecer para ver qué se siente al contacto con nuestra atmósfera. Durante unos segundos no pasó nada, pero a medida que se acercaba al primer minuto, la delicada corteza se fue quebrando por el oxígeno que penetraba oxidando a su paso las capas del apéndice hasta dejarlo de color marrón oscuro. Mech observó con interés el final del experimento, desbloqueó uno de los sensores y sintió dolor, dolor físico, el dolor de una quemadura profunda y entonces volvió a bloquearlo. Tomó nota de aquella nueva información. Filtró el aire y liberó otro sensor. Olió el río, la tierra, los árboles, supo a qué huelen los hombres y los insectos. Y le gustó el olor del planeta. No se trataba de datos asépticos recabados por los instrumentos. Sintió cómo la vida palpitaba a su alrededor encapsulada en miles de millones de formas de todos los tamaños. Y vio que era bueno. Es más, comprendió que sería importante.
Al cabo de un rato llegaron más hombres acompañados de niños y mujeres. Para entonces, solo quedaban visibles  el módulo de transmisión que tenía aspecto de cubo de dos metros por cada lado y el habitáculo de Mech, de dimensiones más o menos similares al transmisor. Apoyado en sus puntas, su armadura tenía forma de estrella de David, ocupando él la parte central dentro de una cúpula cónica de color dorado. La aldea entera estaba presente, personas de todas las edades palpaban, llenas de curiosidad y ausencia de temor, la pulida superficie de aquellas formas caídas del cielo, para entonces los restos de la nave se habían licuado y nada quedaba más allá del destrozo del impacto. Poco antes del anochecer encendieron las hogueras y entre el crepitar de las viandas puestas al fuego por manos de mujeres, surgió la música nacida de sabias gargantas acompañadas de pequeños tambores tañidos al compás de maracas de fino timbre y palos de dos maderas que al chocar entre sí, sonaban a eco de cristal de roca. Los ancianos cantaban viejas leyendas dedicadas a dioses venidos de otros mundos, fundadores del Río y las flores, dueños de la vida y la lluvia, padres de las energías del bosque, las buenas y las malas. Ajenos a todo, niños y adolescentes de ambos sexos, desnudos de cuerpo y alma, tomaron por asalto la playa fluvial entre risas y chapoteos usando los troncos caídos como improvisados trampolines mientras los guerreros formaban un gran círculo alrededor de los objetos alienígenas e iniciaban una danza ritual con los rostros serios y los brazos entrelazados formando una unidad trascendental entre éste y el otro mundo donde viven los antepasados mirando qué hacen los presentes con el regalo de sus vidas. Si el Río atrajo aquellas cosas. Si el Cielo abrió una puerta para depositarlas en la orilla. Si Yuruparý se manifestó ante ellos, entonces era de suponer que estaban en el umbral de acontecimientos extraordinarios para los cuales debían estar preparados. Por eso, siempre es mejor contar con la gracia de los abuelos fallecidos, buscar su concejo y amparo. Pedir luz para entender lo que había sucedido. Bailar golpeando la tierra. Para que escuchen desde sus tumbas, el latir de sus corazones.
Había leña suficiente, aunque la madera verde sacara mucho humo no importaba. Las hogueras lamían el aire lanzando a lo alto chispas que se confundían con la vía láctea. Entonces el gran jefe Gwanahé alzó el bastón de mando y la música calló. Un niño de a penas siete años se había acercado con paso inusualmente firme hasta su puesto, sorteando las piernas de los guerreros y el vaivén de las mujeres, trayendo en las manos una desconocida sustancia aromática que le había hecho caer en trance.
Gwanahé miró con desconfianza al pequeño al ver sus ojos en blanco y las venas hinchas del cuello, su respiración era agitada, pero no ansiosa, las manos, a la altura del rostro, perecían ofrecerle el contenido únicamente a él. Temiendo que una muestra de debilidad socavara la autoridad ante los suyos en tan delicado momento, el Gran Gwanahé aceptó aquella sustancia con toda la tribu expectante a cada uno de sus movimientos. El niño retrocedió unos pasos y, sin cambiar la expresión del rostro, hizo una profunda reverencia. El jefe inclinó ligeramente la cabeza intuyendo que algún ser desencarnado movía los hilos de aquel cuerpo y miró preocupado a su padre, el Chamán. Éste le devolvió la mirada con el gesto de no tener precedente ni información sobre lo que estaba sucediendo. Gwanahé señaló a la criatura con el índice y comenzó a interrogarle_”Niño ¿Qué es esto?” ¡Contesta!”_ El niño sonrió enigmáticamente _”Es un regalo, lo envía un amigo”_respondió sin apenas despegar los labios_” ¿Un amigo, de qué lado del mundo viene?”_ “De allí”_ y señaló un punto en el cielo de la noche. Se escuchó un murmullo de inquietud entre los presentes. Gwanahé comenzó a dar muestras de estar nervioso. El silencio era absoluto, tan solo se escuchaba el fluir del río y el crujir de las hogueras. El niño de los ojos en blanco y piel morena era una imagen muy inquietante_  “¿Qué quiere de nosotros?”_ “Dice que nos conoce desde hace muchas lunas, que ha venido pacíficamente, que no nos hará daño y que nos ama” La visión de un niño hablando como un adulto arrancaba de cuajo demasiados conceptos. Instintivamente la tribu se fue reagrupando en torno al jefe, movida por el instinto de conservación ante lo desconocido, aunque también por la insaciable curiosidad de su gente. _”¿Es Yuruparý?_ “No, Gran Gwanahé, no es Yuruparý”_ “Entonces ¿Cual es su nombre?_” “Su nombre es Meem-Chiut-Ja-Viat, pero sus amigos y hermanos, le llaman Mech."

sábado, 16 de julio de 2011

Yuruparý (Cap 19)


“Cuando la luz de la mañana se abrió paso entre las quebradas copas de los árboles, un grupo de hombres, venidos de la cercana aldea, rodeó los restos humeantes del abatido aparato. Mech había detectado en sus corazones gran inquietud y preocupación. La explosión en el aire del módulo de agricultura y el aparatoso aterrizaje posterior, impidieron el buen descanso de aquella humilde comunidad durante la inolvidable noche anterior. Por eso, cubrieron sus cuerpos con pinturas de guerra y armados de cerbatanas y arcos de largas flechas, salieron a ver qué había caído del cielo.
Pero no comprendieron nada. Había restos esparcidos por doquier, objetos y formas incomprensibles que se derretían en una especie de barro bajo la descomposición molecular y tan sólo tres piezas parecían ajenas a aquella transformación. En una de ellas, el cadáver de Vihíma yacía intacto dentro de la membrana de seguridad. Sus parámetros estaban a cero, su carne perdiendo temperatura y la sensación de culpabilidad mordiendo el cerebro de Mech.
Los hombres se acercaron a lo que se había convertido en su sarcófago, pasaron las manos sobre la semitraslúcida superficie, otearon con dificultad a través del grosor orgánico la extraña fisonomía de la chica y aún así, la identificaron como ser humano aunque el traje de protección les impedía adivinar el género. Encontraron muy hermosa aquella persona, como un dios venido del cielo. Así lo comentaron entre ellos.
_”Dime, Gran Gwanahé”_dijo uno de los guerreros dirigiéndose a su jefe_” ¿Es real lo que siente mi corazón y ven mis ojos?”
El Gran Gwanahé volvió a pasar su palma por el contenedor de Vihíma como si tratara de abrir ventanas inexistentes.
_”Hermanos”_ exclamó señalando a la criatura tendida en su interior_ “¡Es Yuruparý!”
¡Yuruparý! Gritaron los otros, confirmando las sospechas del jefe.
¡Yuruparý! Repetían consternados ante la innegable presencia del dios.
_”Los ancianos dicen que hace muchos ciclos, cuando partió de la casa de los hombres, se fue por el camino del oriente. ¡Y ahora ha regresado! ¡¡Yuruparý!!”
Y envió a toda prisa emisarios a la aldea con la buena nueva y el reclamo de más hombres de refuerzo.
Desde su habitáculo, Mech observaba analíticamente los acontecimientos al ritmo de la extraña mañana. Conocía el mito de Yuruparý, una deidad regional vinculada a la constelación que aquí llaman Pléyades. Fue engendrado por Seucy, una diosa que le trajo al mundo después de comer un tipo de fruto sagrado llamado Pihycan. Yuruparý era muy hermoso. Trajo orden y leyes para las tribus del amazonas, aunque su presencia en la tierra tuvo seguidores y detractores, su recuerdo marcó mucho el imaginario a lo largo del Gran Río. Pero ella era Vihíma, su gran amiga,  no Yuruparý, sin embargo, aquellos humanos estaban tan convencidos del regreso de su dios que muy poco podía hacer para persuadirles. Entonces hurgó un poco más en la leyenda. Los seres humanos, los animales y la selva misma vienen dados por el poder mágico de Yuruparý. Todo el entorno bajo la tierra, sobre la tierra y en el río, está de alguna forma vinculado a sus obras. Mech comprendió que necesitaba encontrar alguna vía de comunicación con los habitantes de la tribu de El Contacto.
Preparó el cuerpo de Vihíma para la desintegración. A una orden, la membrana se tornó más y más opaca hasta llegar al negro total. En su interior vertió seis sustancias que combinadas deshicieron en una hora todo resto orgánico de la chica, una vez concluido el proceso, sonó una sirena intermitente que espantó a varios metros de distancia a todo curioso, después la membrana se abrió y dejó escapar una nube violeta compuesta por átomos de quien fuera su gran amiga, el viento caliente del medio día la esparció sobre el vidrioso río para siempre. Ahora Mech estaba realmente solo en un rincón perdido del planeta llamado Tierra.”        
        

miércoles, 6 de julio de 2011

Llegada (Cap 18)



“Sin embargo, Mech no estrelló el navío espacial contra el agua, tampoco activó el complejo aparato de reanimación que sacaría a Vihíma del desmayo. Tenía otros planes. Aquella frase dicha por ella durante la última conversación, “Yo, no te abandonaré” seguía martilleando en su interior. “Yo tampoco te abandonaré” respondió mentalmente el ordenador. A Mech siempre le fascinó la flexibilidad de los humanos para encontrar soluciones alternativas en medio de las crisis, era esa la base de un informe detallado que Yeeho estaba terminando de escribir cuando sobrevino el desastre. Por eso, con la rapidez y capacidad de multitarea que poseía, revisó los apuntes personales donde el amigo fallecido exponía su asombro ante determinadas conductas de los pueblos de la tierra y cómo ellas estaban emparentadas con otras similares, aunque antiguas, de su propia civilización. El trabajo estaba muy avanzado y en una parte del mismo, Yeeho proponía la necesidad de entrar en contacto abierto con los seres de la tierra para acelerar su desarrollo y así saltarse algunas etapas de la evolución, permitiendo la apertura de nuevas rutas de entendimiento y de paso quebrando las ataduras y manipulaciones surgidas de las instituciones religiosas vinculadas al poder económico y político a las que él, con una sinceridad digna de elogio, consideraba culpables de los crímenes y sufrimientos del planeta. En otra parte del trabajo, su autor adelantaba las bases teóricas de un cambio en su cuerpo biológico para adaptarlo al exceso de oxígeno terrestre con el fin de poder respirar sin peligro nuestro aire. Mech entendió que aquello podría ser el gran legado póstumo de Yeeho y que allí podría encontrar el plan B. “Una alternativa, buscar una alternativa, para que ella viva” se dijo a sí mismo mientras continuaba la caída. “Debo lograr que Vihíma adapte su metabolismo a ese planeta, no debe ser difícil” pensaba desde la sinceridad “Yo, no te abandonaré” repitió convencido.
A veinte mil metros de la superficie logró encender uno de los motores, fue por poco tiempo, suficiente para detener el descenso hasta los dos mil kilómetros por hora. Entonces sacó los frenos de gases, reservados para la reentrada triunfal a  su perdido planeta de origen y entonces los marcadores señalaron mil kilómetros menos de velocidad. Al fin, detuvo el estropeado bajel a trece mil metros sobre el océano, a esa altura, sesenta y cinco grados bajo cero enfriaron rápidamente el chamuscado fuselaje.
Repasó las cartas de navegación. Hizo cálculos, revisó las constantes vitales de Vihíma y puso proa hacia el noreste con toda la fuerza que le quedaba en los quemadores. Al poco rato la cordillera de los Andes se perfiló cual muro a saltar. Tiró de alerones y se elevó un poco, rectificó dirección y amplió el diámetro de las alas para planear mejor. Cruzó territorios de futuras naciones. La nave, en este último viaje, intentaba comportarse lo mejor posible. Fabricada con aleaciones cuyas moléculas tenían memoria, crujía y chirreaba mientras surgían paneles ocultos que le hacían cambiar constantemente de forma exterior. A dichas moléculas, Mech les hizo creer que estaban volviendo a casa y ellas respondieron autoconfigurándose a medida que penetraban, en altura y temperatura, en aquel nuevo entorno. Gracias a eso, Mech ganó mucho en estabilidad aunque, para entonces, la nave estaba hecha una ruina volante.
Hasta que un mar de color verde sacó destellos de clorofila a su pulida panza. Durante la última media hora de luz, planeó en zigzag sobre la selva del Amazonas. Con las antenas desplegadas y los sensores al máximo, rastreó con aire de sabueso la diversidad química de las piedras, los árboles y los habitantes de sangre fría y caliente de allí abajo. Mientras penetraba en la oscuridad, Mech sentía acabarse el tiempo, los generadores no daban más empuje y perdía altura lentamente. La noche sobre la Gran Selva no impedía que los ojos eléctricos lamieran las copas de los árboles y el cauce del Gran Río. Un esfuerzo atroz que recalentó los circuitos y originó un incendio en el módulo de alimentación y agricultura. Desesperadamente, el ordenador aisló aquella sección y la separó del resto de la nave, sacrificando, no sólo la comida de Vihíma, sino también la aerodinámica de toda la estructura. Una vez desconectado, el módulo quedó flotando unos segundos bajo la fuerza de dos pequeños motores de plasma que al apagarse provocaron una lumínica explosión que pudo verse a muchas millas, para desplume de desprevenidos tucanes, perezosos caimanes y pacíficos monos arañas que saltaron huyendo, de rama en rama, hacia sitios donde la honda de calor no les chamuscara los pelos de sus largas colas. En un recodo del Río, allí donde la corriente se amansa y regala una tranquila playa fluvial de arena gruesa, entre riscos con huellas de pasadas inundaciones y robustos árboles de viejos anillos, Mech perdió todo control sobre aquel magnífico ingenio espacial. Se estrelló con rugido de naufragio, triturando a su paso granitos y mármoles, partiendo maderas en finas astillas en un surco ardiente que rompió la monotonía de la selva; fatigada, la vieja máquina había protegido con una membrana flexible el frágil cuerpo de Vihíma y el encéfalo principal de Mech en lo que sería el último servicio a sus huéspedes antes del contacto con el suelo. Después envió una señal molecular a toda su estructura que ordenaba la inmediata descomposición de sus elementos a excepción de aquellos que contenían a Mech, la chica y la baliza de señal de socorro. Al fin estaban en el planeta tierra. Más aliviado, Mech comenzó a despertar a Vihíma, no hubo respuesta. Insistió y recogió silencio. Activó un cóctel de estimulantes que no pasaron más allá de la garganta, aplicó descargas, pero su pecho continuó ausente de ecos tranquilizadores. Aquella quietud tenía el aspecto de la muerte. Aquel cuerpo no era más que el espejo de lo que un día fue su amiga. Mech no puede llorar, de hecho no tiene ojos para hacerlo, él es puro sentimiento, él es mente y espíritu. Entonces, ante tanto dolor, una parte de su cuerpo empezó a marchitarse y una gota de sabia rodó tronco abajo cuando la fina piel vegetal que le cubre, no pudo más.”